En el contexto del comercio internacional, donde las partes intervinientes suelen pertenecer a diferentes jurisdicciones, con distintas normativas, culturas jurídicas e idiomas, el arbitraje se ha consolidado como el mecanismo preferente de resolución de controversias. Su neutralidad, flexibilidad, confidencialidad y ejecutabilidad internacional —gracias a instrumentos como la Convención de Nueva York de 1958— lo convierten en una herramienta estratégica para empresas que operan en mercados globalizados.

Sin embargo, la eficacia del arbitraje depende, en gran medida, de un elemento frecuentemente subestimado: la cláusula compromisoria. Este es el punto de partida que define si una eventual controversia podrá resolverse efectivamente mediante arbitraje, y en qué condiciones lo hará. Una cláusula mal redactada puede dar lugar a disputas procesales, ineficiencias, nulidades o incluso la imposibilidad de activar el mecanismo arbitral.

Una cláusula compromisoria adecuada debe ser clara, completa y operativa. Como mínimo, debe establecer:

• La voluntad inequívoca de las partes de someter sus controversias a arbitraje.
• La institución arbitral o el reglamento aplicable (por ejemplo, CCI, CIADI, CIETAC, CAM Santiago, entre otros).
• El número de árbitros y el mecanismo de designación.
• La sede del arbitraje.
• El idioma del procedimiento.
• La ley aplicable al fondo del conflicto.

La redacción cuidadosa de esta cláusula evita conflictos preliminares y permite que el arbitraje cumpla su función principal: ofrecer una solución eficiente, especializada y definitiva en un entorno legal complejo. Por ello, en operaciones internacionales, no se trata solo de pactar el arbitraje, sino de negociar y construir con precisión el marco procedimental desde la cláusula compromisoria, asegurando que el mecanismo arbitral funcione como una verdadera garantía de seguridad jurídica para ambas partes.